De Virginia a esta parte
06.03.2013 01:53
“Un ignorante que no sabe leer ni escribir, es elector; el ebrio consuetudinario, que ha perdido su dignidad y su razón, es elector; es también elector el holgazán que se hace mantener por la mujer…pero la mujer, aunque sea inteligente, honrada, virtuosa, patriota, trabajadora, humanitaria, es relegada a una situación de inferioridad (…) Es absurdo tanto como injusto, acordar el voto a título de función social, al más torpe e ignorante de los hombres y negárselo a la más genial y virtuosa de las mujeres”
Virginia Corvalán, 1923
Las mujeres accedimos al voto en Paraguay en 1961, luego de largas luchas de mujeres organizadas. Desde que Virginia Corvalán apuntara lo anteriormente citado, en su tesis doctoral “Feminismo”, mucho ha pasado.
Una vez que las mujeres pudieron votar, ser electoras, se enfrentaron (y se siguen enfrentando), a serias dificultades para que su participación sea reconocida como tal en el ámbito de lo público. Es cuando las mujeres deciden participar en política, uno de los momentos donde más patentemente se nota que la raya que separa lo público de lo privado no es tal y que el “contrato social” se basa en el “contrato sexual”, tal como señala Carole Pateman (1988).
Esta autora señala que no puede pensarse lo público separadamente de lo privado. Por un lado, tenemos lo público, el ámbito de lo productivo, del gobierno, del poder; mundo tradicionalmente ligado o asignado a los hombres. Por el otro, tenemos el ámbito de lo privado, de la reproducción, del cuidado, de lo doméstico; mundo tradicionalmente vinculado o asignado a las mujeres.
Para que una persona (normalmente los hombres, en la realidad), pueda salir al ámbito público, a la política, al gobierno, debe haber alguien que se encargue de que mientras no está en casa, se lave su ropa, se cocine su comida, se planche su camisa y si tiene hijos o hijas, puedan ir a la escuela, etc. etc.
La cuestión se complejiza cuando quienes salen al mundo público son las mujeres. Ahí se dan cuenta que es difícil “encajar” en ese sistema. Se dan cuenta que deben ocuparse, además de la estrategia política, de que alguien cocine en su casa, lave su ropa y cuide a sus hijos o hijas (con la consiguiente “culpa” por el “abandono”). Si a esto sumamos que en realidad las grandes decisiones políticas se hacen fuera de los espacios formales de debate (las conspiraciones son, normalmente, a la noche y entre cuatro paredes), el problema de la participación de las mujeres se vuelve aún mucho más compleja.
Las mujeres pudimos votar, pero mucho más tuvimos que hacer para demostrar que somos “votables”. Los procesos electorales, cargados de mitos, según los cuales “a las mujeres no se les vota” o “son malas candidatas”, no exento del doble discurso esencialista que le atribuye a las mujeres al mismo tiempo, cualidades de “mayor probidad moral” pero “menor capacidad de liderazgo”, sigue siendo un ámbito donde las mujeres deben batallar mucho más, donde la más virtuosa de las mujeres debe batallar mucho más que el más imbécil de los hombres, al decir de Corvalán (demasiados nombres podrían venir a la mente del lector o lectora si pensamos en la “fauna” política paraguaya, pero por ahora, dejemos esto a la libre imaginación de cada quien).
Mucho tenemos que pensar las mujeres cuando vamos a poner el rostro (y el cuerpo) en procesos electorales y de los costos que eso puede tener, en lo público y lo privado. Siempre recuerdo aquello que sucedió hace unos años cuando Cristina Fernández, la presidenta argentina fue duramente criticada por los medios de comunicación por “arreglarse excesivamente, por ser demasiado coqueta”. En esos mismos días se sabía que el presidente Hugo Chávez tenía una enorme colección de trajes, corbatas y relojes, pero eso, a nadie llamó la atención.
En estos días, la Red Ciudadana, dio a conocer los resultados de su encuesta del mes de febrero, donde 1231 personas contestaron qué tendrían en cuenta con relación a las listas al votar a presidencia y parlamento. Un 74,5% señaló que tendría en cuenta “propuestas realistas”, seguido de un 14,5% que tendría en cuenta que se encuentre integrada la lista “con personas conocidas”. Y finalmente, el 11% señaló que tendría en cuenta a las listas que se encuentren “integradas con mujeres”.
Para pensar en lo que esto podría significar, deberíamos tener en cuenta el contexto. Hoy tenemos una mujer candidata a la Presidencia de la República, tres mujeres candidatas a la vicepresidencia (este punto se merece un particular análisis) . En el parlamento tenemos para el senado a dos mujeres cabezas de lista (y varias otras en lugares “entrables”). Y en diputación de Capital y Central, hay varias mujeres que encabezan las listas.
Esto es un cambio interesante, aunque luego habrá que contrastar con los resultados finales, ya que si bien este panorama es a priori, auspicioso, hay que ver finalmente quiénes ganan y cómo se termina componiendo el espectro de distribución de poderes. Hay que decir desde ya que es definitivo que no será paritario, pero habrá que ver si damos pasos para ir avanzando hacia ahí.
Tal vez este 11% esté pensando en estas candidaturas. Tal vez la emergencia de ofertas lideradas por mujeres haya mostrado la necesidad manifiesta de reflexionar sobre este tema. Un afiche muy creativo llamaba a pensar que en Paraguay ya hemos probado con sacerdotes (obispos, más concretamente), con militares, con civiles, con muchos diferentes tipos de hombres y tal vez sea tiempo de probar con las mujeres.
Pero, ojo, aquí no hay que caer en el riesgo del esencialismos de que “por ser mujer”, necesariamente vaya a ser mejor. Es cierto, que tal como en alguna ocasión se ha dicho “es necesario que haya malas escritoras”, es necesario que haya mujeres de todo tipo en la política, pero esto solo no garantiza que vayan a luchar por los derechos de las mujeres ni por la igualdad.
Debemos aspirar a que haya la misma diversidad de mujeres que de hombres hay en los espacios. Pero no nos engañemos pensando que porque alguien tiene útero o vagina luchara por la igualdad. En la historia y en la actualidad, incluso, hemos visto varones que se han comprometido con la causa de la igualdad, mucho más que muchas mujeres.
Volviendo (o parafraseando), a Virginia Corvalán, deberíamos aspirar a que la sociedad deje de darle importantes funciones como la presidencia o el parlamento “al más torpe e ignorante de los hombres” (los nombres, se lo dejo a su imaginación), y deje de negárselo “a las más genial y virtuosa de las mujeres”.
Por Mirta Moragas Mereles. Foto: Archivo Decidamos.